martes, 15 de diciembre de 2015

USANDO LA MANO

Quiero comenzar este post recordando una anécdota de hace algunos años. Concretamente, de la época en que estaba recién casado. Recuerdo de entonces un viaje que tuve que hacer, por trabajo, a una de esos pequeños pueblos de la selva alta de nuestro país, en los que no había luz eléctrica.

Ahí estaba yo, a la luz de una vela, contemplando las paredes de triplay y algunos insectos casuales. Recién casado pero solo.

Entonces no pude evitarlo. Recurrí a una práctica que había olvidado en algún momento de mi solitaria pubertad.

Estoy hablando, por si acaso, de escribir un poema en un cuaderno.

Ya entonces la tecnología le había ganado a la escritura a mano en mis prácticas literarias. Primero fue la máquina de escribir, luego la Atari, después los diferentes modelos de computadora que tuve… y en los últimos tiempos, algún casual dispositivo móvil.

Quizá por eso, por haber sido una práctica relegada durante mucho tiempo, la conservo en mi memoria como placentera.

Recuerdo haber leído alguna vez que Frank O’hara, estudiante de música que terminó escribiendo poesía, decía que el ritmo en sus poemas dependía de tocar la máquina de escribir como si estuviera tocando un piano. Alegaba que el uso de un dispositivo tecnológicamente moderno para hacer literatura (moderno en 1950, cuando comenzó a publicar), hacía que sus composiciones adquirieran un ritmo y cadencia peculiares, distintos a los que conseguiría de escribir a mano. Por supuesto, podemos decir lo mismo de la escritura a mano, pues su cadencia es distinta y peculiar, sobre todo ahora cuando es una práctica poco común.

Recuerdo también que la primera hoja a mano escrita a mano que me impresionó, fue la copia facsimilar de un escrito de Fiodor Dostoievski, que vi en una enciclopedia cuando era niño. Me sobrecogió la intensidad con que este escritor vivía la literatura, no solo por su abigarrada caligrafía, sino también por las anotaciones al margen y los dibujos, que según quienes los han estudiado le servían para pensar mejor las cosas. A mí se me ocurre que eran una forma de graficar aquellas imágenes que vivían en su mente, como una forma de hacerlas tangibles y poder describirlas mejor, viéndolas sobre el papel. Creo que necesitaba verlas representadas, de forma tangible y visual, por su natural tendencia a explorar el espacio interior de sus personajes. Pues crear esas imágenes debió haber sido una manera de compensar los niveles de abstracción a los que parecía empujarle su mente, llevándole hacía la psicología antes que al gesto. Por otro lado, lo imagino como un recurso que debió haber hallado, quizá sin proponérselo, para mantener la tensión en cada una de sus líneas, entre lo percibido y lo captado. Hay que tomar en cuenta que él comenzó a escribir hacia la segunda mitad del siglo XIX, cuando la cultura de la imagen estaba muy lejos de invadir el espacio cotidiano, por lo que no debe haber tenido muchos referentes visuales a la mano. No tantos como los que tenemos hoy en día.

No sé si fue por esa hoja que todavía recuerdo, y que felizmente encontré como imagen de este post, pero otra práctica que rescato de mi infancia, además de la escritura a mano, son los dibujos que hacía en los márgenes. Algunos muy concretos, como un ave fénix o palmeras datileras, pero otros abstractos, hechos de líneas rectas y cimbreantes. Algunas persiguiendo geometrías, otras lo suficientemente libres como para perder todo sentido de la forma o de la proporción. Práctica que alguna vez compartí con una amiga de la universidad, quien también era obsesiva con ese tipo de grafías. Las hacíamos no solo en nuestros cuadernos, sino también en muchos libros que leíamos.

Recientemente descubrí que dicha práctica es más común de lo que creía. Esto gracias a que la New York Society Library consideró dichas anotaciones y dibujos al margen eran dignos de ser exhibidos en una muestra llamada Readers Make Their Mark. Me pareció interesante que les prestaran atención de esta manera, pues son evidencias de cómo un lector entiende lo que lee, pero también de cómo se apropia de eso que, en cierto momento, le están proporcionando ciertas lecturas.

Pero la escritura a mano va más allá de ser una anotación al margen, una huella histórica para exhibir en una muestra. De hecho, existen estudios recientes que están relacionando dicha práctica con la activación cerebral en los niños. A continuación, les dejo un par de interesantes artículos que encontré al respecto:
Por mi parte, la escritura a mano sigue siendo un viejo vicio al que recurro cada vez que tengo la oportunidad. De hecho, la primera idea de este post me vino en un bus, y las primeras líneas las escribí a mano en ese instante, en un cuaderno. Con algunos dibujos al margen.

miércoles, 18 de noviembre de 2015

RECORDANDO A UN AMIGO

Alguna vez leí sobre el método que Sir Alec Guinnes utilizaba para crear sus personajes: leía un guión e imaginaba cómo sería la persona que le tocaba interpretar. Luego de tener una imagen concreta en la mente, salía a las calles a buscar a alguien que se viera como aquel producto de su imaginación. Entonces le seguía sigilosamente, a la distancia, copiando sus gestos, su forma de caminar, todo lo que hacía. A veces, si se daba la oportunidad, hasta se sentaba frente a él en un restaurante, para observar cómo comía. De esta manera, decía este actor, comenzaba a pensar como ese tipo, se transformaba. El resto, agregaba, ya solo era maquillaje.

Trato de hacer lo mismo con algunos personajes cuando los encuentro en los libros: los sigo sigilosamente (leyendo entre líneas, recordando o averiguando el contexto en el que vivieron), y a partir de ello imagino cómo miran, cómo caminan, cómo hablan y mucho más. Eso me ayuda a entender mejor cómo piensan. Es un ejercicio (no sé si intelectual) que me ha deparado grandes satisfacciones. He hecho muchos amigos imaginarios así.

Este post es un homenaje para uno de esos amigos: Zezé.

Se trata del protagonista de varias novelas de José Mauro de Vasconcelos. La mayoría de los de mi generación –o por lo menos los de mi colegio- lo conocía como el niño de Mi planta de naranja lima. Aquel que, como decía el epígrafe al inicio de la novela, un día descubría el dolor y se hacía adulto precozmente. Pero además, yo también lo recuerdo como protagonista de Vamos a calentar el sol, Doidao, Rosinha mi canoa y Las confesiones de Fray Calabaza. En las dos primeras aparece como adolescente, en las dos últimas como adulto.

Podría decir que creció conmigo. O que yo crecí con él.

Alguna vez, en una reunión literaria donde discutíamos cómo armar un libro de poesía, concluíamos que si los primeros versos del primer poema de un libro no capturaban al lector entonces nada lo haría. Una variante de esa idea la escuché en una clase de narrativa audiovisual: la primera escena es capital para captar al espectador. Al respecto, creo sin dudar que estas primeras páginas de Mi planta de naranja lima me capturaron, al punto de llevarme a buscarlo en otros libros, pues pintan a Zezé de cuerpo entero.

A continuación me permito compartirlas:

Veníamos tomados de la mano, sin apuro ninguno, por la calle. Totoca venía enseñándome la vida. Y yo me sentía muy contento porque mi hermano mayor me llevaba de la mano, enseñándome cosas. Pero enseñándome las cosas fuera de casa. Porque en casa yo aprendía descubriendo cosas solo y haciendo cosas solo, claro que equivocándome, y acababa siempre llevando unas palmadas. Hasta hacía bastante poco tiempo nadie me pegaba. Pero después descubrieron todo y vivían diciendo que yo era un malvado, un diablo, un gato vagabundo de mal pelo. Yo no quería saber nada de eso. Si no estuviera en la calle comenzaría a cantar. Cantar sí que era lindo. Totoca sabía hacer algo más, aparte de cantar: silbar. Pero por más que lo imitase no me salía nada. Él me dio ánimo diciendo que no importaba, que todavía no tenía boca de soplador. Pero como yo no podía cantar por fuera, comencé a cantar por dentro. Era raro, pero luego era lindo. Y estaba recordando una música que cantaba mamá cuando yo era muy pequeñito. Ella se quedaba en la pileta, con un trapo sujeto a la cabeza para resguardarse del sol. Llevaba un delantal que le cubría la barriga y se quedaba horas y horas, metiendo la mano en el agua, haciendo que el jabón se convirtiera en espuma. Después torcía la ropa e iba hasta la cuerda. Colgaba todo en ella y suspendía la caña. Hacía lo mismo con todas las ropas. Se ocupaba de lavar la ropa de la casa del doctor Faulhaber para ayudar en los gastos de la casa. Mamá era alta, delgada, pero muy linda. Tenía un color bien quemado y los cabellos negros y lisos. Pero lo lindo era cuando le llegaban hasta la cintura. Pero lo lindo era cuando cantaba y yo me quedaba a su lado aprendiendo.

Marinero, Marinero,
Marinero de amargura,
Por tu causa, marinero,
Bajaré a la sepultura...
Las olas golpeaban
Y en la arena se deslizaban,
Allá se fue el marinero
Que yo tanto amaba...
El amor de marinero
Es amor de media hora,
El navío leva anclas
Y él se va en esa hora...
Las olas golpeaban...

Hasta ahora esa música me daba una tristeza que no sabía comprender.

Totoca me dio un empujón. Desperté.

- ¿Qué tienes, Zezé?

- Nada. Estaba cantando.

- ¿Cantando?

- Sí.

- Entonces debo estar quedándome sordo.

¿Acaso no sabría que se podía cantar por dentro? Me quedé callado. Si no sabía yo no iba a enseñarle.

Habíamos llegado al borde de la carretera Río San Pablo.

Allí pasaba de todo. Camiones, automóviles, carros y bicicletas.

- Mira, Zezé, esto es importante. Primero se mira bien. Mira para uno y otro lado. ¡Ahora!

Cruzamos corriendo la carretera.

- ¿Tuviste miedo?

Bastante que había tenido, pero dije que no, con la cabeza.

- Vamos a cruzar de nuevo, juntos. Después quiero ver si aprendiste.

Volvimos.

- Ahora ya sabes cruzar solo. Nada de miedo, que ya estas siendo un hombrecito.

Mi corazón se aceleró.

- Ahora. Vamos.

Puse el pie, casi no respiraba. Esperé un poco y él dio la señal de que volviera.

- Para ser la primera vez, estuviste muy bien. Perro te olvidaste de algo. Tienes que mirar para los dos lados para ver si no viene un coche. No siempre voy a estar aquí para darte la señal. A la vuelta vamos a practicar más. Ahora sigamos, que voy a mostrarte una cosa.

Me tomó de la mano y seguimos de nuevo, lentamente. Yo estaba impresionado con la conversación.

- Totoca.

- ¿Qué pasa?

- ¿La edad de la razón pesa?

- ¿Qué tontería ésa?

- Tío Edmundo lo dijo. Dijo que yo era “precoz” y que enseguida iba a entrar en la edad de la razón. Y no siento ninguna diferencia.

- Tío Edmundo es un tonto. Vive metiéndote cosas en la cabeza.

- Él no es tonto. Es sabio. Y cuando yo crezca quiero ser sabio y poeta y usar corbata de moño. Un día voy a fotografiarme con corbata de moño.

- ¿Por qué con corbata de moño?

- Porque nadie es poeta sin corbata de moño. Cuando tío Edmundo me muestra retratos de poetas en una revista, todos tienen corbata de moño.

- Zezé, deja de creerle todo lo que te dice. Tío Edmundo es medio “tocado” Medio mentiroso.

- ¿Entonces él es un hijo de puta?

- ¡Mira que ya te ganaste bastantes palizas por decir malas palabras! Tío Edmundo es eso. Yo dije “tocado” medio loco.

- Pero dijiste que él era mentiroso.

- Una cosa no tiene nada que ver con la otra.

- Sí que tiene. El otro día papá conversaba con don Severino, ese que juega a las cartas con él y dijo eso de don Labonne: “El hijo de puta del viejo miente como el diablo”... Y nadie le pegó.

Ahora, a la distancia, luego de haber leído varias veces este libro y otros, donde Zezé compartió sus vivencias conmigo, puedo reconocer algunas cosas que quisiera destacar:

  • El candor desde que el que se presenta como un niño travieso, al borde de ser malo, que no le abandonó ni siquiera de grande. En Las confesiones de Fray Calabaza, tomando como referencia la filosofía de San Agustín y de Santo Tomás de Aquino, se define como amoral, diferenciando dicho concepto del de inmoral.
  • La inteligencia producto de la excesiva sensibilidad, entendida ésta como la capacidad de observar e interpretar el detalle del mundo que le rodeaba. Volvería a encontrar ese nivel de sensibilidad infantil en Jean Luise Finch, alias Scout, protagonista de Matar a un ruiseñor de Harper Lee, y en el Cesare Pavese de Fiestas de agosto.
  • Como consecuencia de lo anterior, el rico mundo interior que le costaba trabajo compartir incluso con una persona tan íntima como su hermano mayor. Aunque después lo intentaría con mejores resultados con Silvia y Paula, las mujeres de su vida.
  • La condición de niño adulto, una especie de navegante a dos aguas, pasando de la erudición a la inocencia todo el tiempo. Al respecto lean el final de Vamos a calentar el sol, ese sí no se las voy a contar, tienen que vivirlo ustedes mismos.
  • La gran imaginación y fantasía, que le permitió tener amigos como Minguito, su planta de naranja lima; Adán, el sapo que vive en su corazón; o Rosinha, la canoa con la que hablaba en solitarias travesías por la selva amazónica
  • Finalmente la ternura, que termina endureciendo y escondiendo para no ser herido, pero que no logra hacer que se vaya de su vida, ni siquiera cuando se convierte en un anciano en silla de ruedas y aparece un niño que se la recuerda. Un niño al que termina apodando Ángel Moleque.

Rememorar ahora cada una de las experiencias que vivimos juntos me complica, porque me vuelve a convertir en niño. Pero además, hace que recuerde una historia que me contaron hace muchos años, de otro niño pequeño en el primer día de colegio, que se escapó para asomarse al salón de su hermano mayor. Sigilosamente, con mucho cuidado, se apoyó en la puerta sin saber que estaba entreabierta. Se cayó estrepitosamente. Entonces, frente a las caras de desconcierto del profesor y de los alumnos mayores, levantando la cabeza desde el piso, preguntó: "¿me rio o lloro?"


Creo que eso es lo que pretendía José Mauro de Vasconcelos cuando nos presentó a Zezé: pasearnos por esos momentos en los que no sabemos si reír y llorar. Como muchos momentos de nuestra infancia. Como muchos de nuestra vida.


martes, 20 de octubre de 2015

ELOGIO DEL ESFUERZO NO REMUNERADO

Quiero comenzar este post con una historia de otros tiempos. Un amigo mío coleccionaba música grabada de las radios, en una época en que no existía internet. Para ello debía esperar, pacientemente, a que en la radio se escuchara la canción que quería. Pero además, como generalmente en medio de la música el locutor solía decir unas palabras, debía grabar cada canción varias veces, hasta tener suficientes versiones que le permitieran editarla, cortando y pegando los fragmentos libres de la voz del locutor. ¿Podríamos hacer un cálculo de cuánto tiempo y esfuerzo le tomaba tener una versión limpia de cada canción?

En octubre del 2015, para muchos esto puede sonar a una pérdida innecesaria de tiempo. Más de uno pensará que el avance tecnológico nos ha librado de tan arduas tareas, pues ahora tener una canción suele estar a la vuelta de un clic. Por supuesto, desde la perspectiva de que la única ganancia en una actividad de esta naturaleza hubiera sido tener una canción para escuchar. Pero quisiera que viéramos esta anécdota desde otra perspectiva: ¿Se imaginan la sensación de orgullo, de auto satisfacción, cada vez que mi amigo lograba terminar de editar una canción? ¿Cuántas cosas hacemos ahora, en este mundo preparado para ser pragmático, que nos llenan de tamaña satisfacción, sólo por el gran esfuerzo de haberlas hecho?

Actualmente, la mayoría de las veces esperamos que cualquier esfuerzo deba ser recompensado de inmediato. Y con creces. Porque el tiempo es dinero, mi tiempo tiene un costo, etc. Muchos consideran, a veces sin ser conscientes de ello, que la experiencia de vida exitosa es una compra inteligente (menos precio, más valor).

Por ejemplo los ejercicios, que antes podían ser solamente un hobbie, ahora se suelen hacer porque es una obligación estar más saludables o delgados, no porque nos gusten solamente. Si cuestan esfuerzo, que sirvan para algo, ¿no? Otro ejemplo: nuestro tiempo libre está cada vez más plagado de esfuerzos para hacer una vida social o familiar necesaria, cada vez menos por una satisfacción o un disfrute puro y simple. Por eso tiene que estar documentada, hecha pública para que todos vean que nos va bien y que tenemos amigos, es parte de nuestro curriculum vitae ser feliz y tener muchos likes. Y al parecer, la tendencia es a que esto se incremente. Y no hablemos de pasar el tiempo con nuestra familia ¿Lo hacemos porque algún psicólogo –o algún libro que hayamos leído- nos aconseja hablar con nuestros hijos para que no terminen mal en la vida (o con un poco más de egoísmo, para que nos mantengan cuando viejos), o realmente encontramos satisfacción en estar junto a ellos?

Cesare Pavese, un gran escritor italiano, solía decir que solo un niño se toma en serio su juego. Ahora me pregunto, ¿hace cuánto tiempo que dejamos de ser niños, que no nos tomamos en serio el ocio no remunerado, el gusto de esforzarse en una tarea sin estar pensando en la utilidad que podamos sacarle al hacerla?

Recuerdo que hace algunos años, conocí a una pareja de recién casados que se puso a pintar su primer departamento durante uno de esos largos fines de semana. Quedaron agotados y las paredes les quedaron terriblemente veteadas. Terriblemente. Pero, según me dijeron, sonrieron mucho ese día.

Quizá muchos, viendo la desastrosa pared pintada, les dirían que debieron llamar a un profesional, que fue una pérdida de tiempo. Algunos extremistas, frente a unas posibles fotos de la experiencia en redes sociales, quizá también les acusarían de mostrarse poco exitosos, pues parecería que no tuvieron ni para contratar a un pintor. Y el tiempo vale oro, hay que aprovecharlo en algo que nos haga más ricos, que nos haga ver más profesionales. Pero la velocidad de nuestras vidas productivas podría estar impidiéndonos tener el tipo de sonrisas que tuvieron ellos ese día. Y los siguientes días, recordando la experiencia.

Estas ideas, que tengo hace ya algún tiempo, volvieron a mí cuando me topé con la conferencia de Hernán Casciari, en el Tercer Simposio Internacional sobre Libro Electrónico. Originalmente, nos cuenta él mismo, iba a hablar sobre la cadena de libro en el mundo digital, a propósito de su experiencia como editor. Un día antes entendió que había algo más importante sobre lo que hablar, y muy a su estilo, lo hizo lúdicamente.

Concuerdo con las ideas vertidas en esta ponencia. Sobre todo las que expresa a partir de la experiencia de contarle un cuento a su hija, pues también me ha tocado vivirla.

En un tiempo en que los libros de teoría de la educación hablan de formación integral de la persona, en que toda la teoría en general menciona la ruptura de paradigmas y la integración de los conocimientos, deberíamos seguir cultivando, de vez en cuando, el arte del ocio no remunerado pero satisfactorio. Creo que es un complemento del sentirse vivos, de ser alguien para nosotros mismos y no solo para los demás. Deberíamos, creo yo, conservarlo y transmitirlo.

Les dejo el video de la ponencia, que dura exactamente veinte minutos. Cuando la vean, entenderán el sentido de esta precisión. Pero además, para los que como yo prefieren tener las ponencias por escrito antes que en video, comparto una transcripción de la misma que estuve haciendo esta semana. Como para seguir con el tema del disfrute del ocio no remunerado.

Pueden leer la versión escrita desde este enlace.

martes, 13 de octubre de 2015

GANCHOS DE ROPA

Tenía pocos años y quería ayudar. Apenas caminaba, sus torpes intentos por pertenecer participando ya le habían llevado a hacer algunos estropicios, como romper el telescopio de mamá, por no hablar de sus juguetes. Pero no podíamos acusarle de nada, tampoco queríamos prohibirle explorar. ¿Y entonces? Quizá, de tanto pensar en soluciones, se nos ocurrió esta forma de tener sus manos concentradas.

Estoy siendo injusto. A mí por lo menos no se me ocurrió. Quizá a su madre, con quien compartía mucho más complicidad cuando era niño. Quizá a él mismo, dueño de esa prodigiosa inventiva que le llevó a imaginar las guirnaldas navideñas como serpentinas peludas en su primera navidad. De alguno de ellos es el mérito. Aquí mi papel es el de observador, o sin tanta modestia, el de cronista o fabulador, sobre la base de las evidencias que quedan hoy en día, de lo recuerdos y de las conversaciones.

Decía que había que pensar en soluciones. Estaban los juegos compartidos, por supuesto, y las actividades como convertir un cartón de huevos en elefante, con un poco de pintura e imaginación. Pero mientras tanto, había una casa que cuidar. La cocina, la limpieza, el planchado, el lavado… ¿En cuál podía ser incluido? En la cocina podía pelar algunas legumbres, como alverjitas o habas, pero eso no se hacía muy seguido. Con la limpieza no era posible gran cosa, salvo poner en orden sus juguetes (era alérgico, mejor que no estuviera muy expuesto al polvo). En el planchado, luego de doblar su ropa y hacer bolas con las medias podía llevarlas a su cuarto. ¿Y el lavado?

Bueno, estaban algunos aspectos relacionados. Aprender a colocar su ropa sucia en un tacho, por ejemplo. Para esto le habíamos conseguido uno verde, plegable, con boca de sapo. Otro era mirar de vez en cuando nuestra lavadora de entonces, que no tenía alarma para percatarnos de que había terminado un ciclo. No había problema con eso, para eso estaba él. “Mamaaaaaaá, la lavadolaaaaaaa”. Imagínenlo con algo menos de pronunciación, pero con mucho de intensión y responsabilidad por el enorme papel asignado.

Luego subían juntos, madre e hijo, cual caravana, a tender la ropa. Quizá fue entonces, no estuve ahí. O de repente cuando la recogían seca, cada cual en su papel: mamá haciéndose cargo de la ropa, él de los ganchos. Para eso tenía una bolsa. Pero cuando tienes inventiva, una bolsa de ganchos es algo más que eso. Es una oportunidad para crear. Total, ¿no tienen acaso colores, no se parecían a sus muchos otros juguetes para armar? (tíos, abuelos y amigos sabían de sus inquietudes y su talento, entonces no había mucho que pensar cuando querían hacerle un regalo).

Entonces fueron surgiendo diversas creaciones, como monstruos, aviones, personas… A veces de un solo color, a veces de muchos. A veces fácilmente reconocibles, otros lo suficientemente abstractos como para tener que preguntarle qué eran. Y no siempre se quedaban en la bolsa. Recuerdo, muchas veces, haberlos encontrado en los muebles, en su cuarto, en el piso, o en los lugares que hubiera creído más inaccesibles, como en la cochera (del sótano) o colgando de un adorno. “Ay hijo…”. Imagínenme con un suspiro y algo de ternura.

Recuerdo haber pasado esos primeros años dividido, entre querer que crezca rápido, para compartir mucho más cosas, y que deje de hacerlo, para tenerlo siempre así, con nosotros, pequeño constructor.

De ese tiempo solo quedan los recuerdos y algunas –muchas- fotos. Después nos tocaría compartir otras emociones, como el colegio o la pubertad. Desgraciadamente no todas felices. Pero todavía cuando veo a niños pequeños, hijos de algunos amigos, tengo algo de nostalgia. Aunque también tengo, a veces, algunos aviones u otros objetos hechos con ganchos de ropa, que aparecen cuando menos lo espero, por ejemplo sobre la lavadora. Seguramente son de cuando a él también le entra la nostalgia, cuando todavía recuerda que alguna vez fue un niño pequeño. O como nos pasa a todos, cuando vuelve a serlo por unos minutos.

lunes, 5 de octubre de 2015

DE ESPEJOS Y ESPEJISMOS
(a propósito de una paráfrasis de Gabriel García Márquez)

Desde la primera de las múltiples veces que leí Cien años de soledad, cuando era adolescente (eran mi libro y autor más leídos en esos tiempos), me llamaron la atención los pergaminos de Melquiades. Esos escritos misteriosos mencionados pero no mostrados en la novela que, de acuerdo al autor, iban cubriéndose de polvo en un rincón de la casa mientras nacían y envejecían los Buendía. Pergaminos que más de una vez fueron estudiados por los personajes, haciendo el esfuerzo de descifrarlos sin éxito, pues estaban escritos en un lenguaje desconocido para ellos (aparentemente sánscrito). Y cuando por fin logró hacerlo Aureliano Babilonia (el último del clan, ya incluso despojado del apellido), fue en medio del huracán devastador que iba a terminar por matarlo y devorar Macondo.

Nunca pude leer esos manuscritos. Me los imaginé una y otra vez. De hecho, más de una vez pretendí comenzar a escribirlos. De esas páginas, algunas décadas después, no queda mucho rescatable. Pero lo que sí rescato es que los escritos de Melquiades fueron uno de los catalizadores que me impulsaron a escribir (un tiempo después, volví a soñar con las cartas de Florentino Ariza a Fermina Daza cuando quedó viuda, mencionadas, descritas, pero nunca mostradas en el libro, casi al final de El amor en los tiempos del cólera).

En 1987 se publicó Eva Luna. Isabel Allende, fuertemente influenciada por el estilo de García Márquez en ese libro, captó mi atención de inmediato. Gocé con sus peripecias por las casas y calles de esa ciudad desconocida, tanto como las que vivieron Rolf Carlé y Huberto Naranjo, cada uno en distintos contextos. También me capturó el don de Eva, pues desde muy pequeña era una cuentacuentos consumada, que despertaba la admiración de todos los que la escuchaban. Imaginaba cómo serían esos cuentos.

Dos años después, se publicó el libro Cuentos de Eva Luna y dejé de imaginarlos.

Podría decir lo mismo sobre Los cuentos de Beedle el bardo respecto a Harry Potter, o los recientes coqueteos de J.K. Rowling respecto a los datos perdidos de su protagonista estrella, pero ni unos ni otros los he leído todavía.

Pero este post no es para hablar sobre literatura. Es para pensar un poco en el riesgo de perder la imaginación que surge en medio del misterio.

Pareciera que cada vez más, como civilización, estamos siendo presa del horror al vacío. Tratamos de tener todo enfrente. Antes, si no lo veíamos, lo imaginábamos. Lo hemos hecho desde el principio de los tiempos, de acuerdo a múltiples vestigios históricos con huellas de nuestras inquietudes: en las paredes, en las hojas, en los lienzos, en los relatos orales. Así nacieron los dioses en las religiones, los seres míticos, las utopías e incluso las ciencias. Por eso cada vez más tenemos más productos, tangibles e intangibles, producto de la inventiva. Lo que parece estar llevándonos a pensar que todo existe, todo está solucionado, todo está inventado, todo está descubierto.

Me pregunto hasta qué punto podemos perder la capacidad de imaginar, de crear con nuestra imaginación, si creemos que ya todo está hecho.

Alguna vez, conversando con un amigo semiólogo, llegamos a la conclusión de que la metonimia era el motor del desarrollo cultural y psicológico en Occidente, por su capacidad de hacernos crear a partir de débiles señales, de completar el dibujo cuando solo teníamos unos trazos enfrente o instrucciones ambiguas, como en algunos test o en los problemas no estructurados. Eso nos llevó a proponer la hipótesis de la necesidad del tabú, pues impulsaba la imaginación de cómo sería lo prohibido. Nacido de la necesidad de preservar poderes políticos y religiosos, había contribuido a inventar aquello que se prohibía, pero se quería tener. O conocer. En pocas palabras, había contribuido a creer para después crear.

Quiero creer que esta tendencia generacional es pasajera. Que la cultura de la imagen no va camino a derrotar a la cultura de la imaginación. Que no somos una ciudad de espejos que terminará siendo derrotada por una ciudad de espejismos. Que no va a ser eterna esa sensación de suficiencia tecnológica en las futuras generaciones, pues paradójicamente, la sensación de haber llegado a la cima podría empujarnos al abismo.

Espero no estar equivocándome.