martes, 20 de octubre de 2015

ELOGIO DEL ESFUERZO NO REMUNERADO

Quiero comenzar este post con una historia de otros tiempos. Un amigo mío coleccionaba música grabada de las radios, en una época en que no existía internet. Para ello debía esperar, pacientemente, a que en la radio se escuchara la canción que quería. Pero además, como generalmente en medio de la música el locutor solía decir unas palabras, debía grabar cada canción varias veces, hasta tener suficientes versiones que le permitieran editarla, cortando y pegando los fragmentos libres de la voz del locutor. ¿Podríamos hacer un cálculo de cuánto tiempo y esfuerzo le tomaba tener una versión limpia de cada canción?

En octubre del 2015, para muchos esto puede sonar a una pérdida innecesaria de tiempo. Más de uno pensará que el avance tecnológico nos ha librado de tan arduas tareas, pues ahora tener una canción suele estar a la vuelta de un clic. Por supuesto, desde la perspectiva de que la única ganancia en una actividad de esta naturaleza hubiera sido tener una canción para escuchar. Pero quisiera que viéramos esta anécdota desde otra perspectiva: ¿Se imaginan la sensación de orgullo, de auto satisfacción, cada vez que mi amigo lograba terminar de editar una canción? ¿Cuántas cosas hacemos ahora, en este mundo preparado para ser pragmático, que nos llenan de tamaña satisfacción, sólo por el gran esfuerzo de haberlas hecho?

Actualmente, la mayoría de las veces esperamos que cualquier esfuerzo deba ser recompensado de inmediato. Y con creces. Porque el tiempo es dinero, mi tiempo tiene un costo, etc. Muchos consideran, a veces sin ser conscientes de ello, que la experiencia de vida exitosa es una compra inteligente (menos precio, más valor).

Por ejemplo los ejercicios, que antes podían ser solamente un hobbie, ahora se suelen hacer porque es una obligación estar más saludables o delgados, no porque nos gusten solamente. Si cuestan esfuerzo, que sirvan para algo, ¿no? Otro ejemplo: nuestro tiempo libre está cada vez más plagado de esfuerzos para hacer una vida social o familiar necesaria, cada vez menos por una satisfacción o un disfrute puro y simple. Por eso tiene que estar documentada, hecha pública para que todos vean que nos va bien y que tenemos amigos, es parte de nuestro curriculum vitae ser feliz y tener muchos likes. Y al parecer, la tendencia es a que esto se incremente. Y no hablemos de pasar el tiempo con nuestra familia ¿Lo hacemos porque algún psicólogo –o algún libro que hayamos leído- nos aconseja hablar con nuestros hijos para que no terminen mal en la vida (o con un poco más de egoísmo, para que nos mantengan cuando viejos), o realmente encontramos satisfacción en estar junto a ellos?

Cesare Pavese, un gran escritor italiano, solía decir que solo un niño se toma en serio su juego. Ahora me pregunto, ¿hace cuánto tiempo que dejamos de ser niños, que no nos tomamos en serio el ocio no remunerado, el gusto de esforzarse en una tarea sin estar pensando en la utilidad que podamos sacarle al hacerla?

Recuerdo que hace algunos años, conocí a una pareja de recién casados que se puso a pintar su primer departamento durante uno de esos largos fines de semana. Quedaron agotados y las paredes les quedaron terriblemente veteadas. Terriblemente. Pero, según me dijeron, sonrieron mucho ese día.

Quizá muchos, viendo la desastrosa pared pintada, les dirían que debieron llamar a un profesional, que fue una pérdida de tiempo. Algunos extremistas, frente a unas posibles fotos de la experiencia en redes sociales, quizá también les acusarían de mostrarse poco exitosos, pues parecería que no tuvieron ni para contratar a un pintor. Y el tiempo vale oro, hay que aprovecharlo en algo que nos haga más ricos, que nos haga ver más profesionales. Pero la velocidad de nuestras vidas productivas podría estar impidiéndonos tener el tipo de sonrisas que tuvieron ellos ese día. Y los siguientes días, recordando la experiencia.

Estas ideas, que tengo hace ya algún tiempo, volvieron a mí cuando me topé con la conferencia de Hernán Casciari, en el Tercer Simposio Internacional sobre Libro Electrónico. Originalmente, nos cuenta él mismo, iba a hablar sobre la cadena de libro en el mundo digital, a propósito de su experiencia como editor. Un día antes entendió que había algo más importante sobre lo que hablar, y muy a su estilo, lo hizo lúdicamente.

Concuerdo con las ideas vertidas en esta ponencia. Sobre todo las que expresa a partir de la experiencia de contarle un cuento a su hija, pues también me ha tocado vivirla.

En un tiempo en que los libros de teoría de la educación hablan de formación integral de la persona, en que toda la teoría en general menciona la ruptura de paradigmas y la integración de los conocimientos, deberíamos seguir cultivando, de vez en cuando, el arte del ocio no remunerado pero satisfactorio. Creo que es un complemento del sentirse vivos, de ser alguien para nosotros mismos y no solo para los demás. Deberíamos, creo yo, conservarlo y transmitirlo.

Les dejo el video de la ponencia, que dura exactamente veinte minutos. Cuando la vean, entenderán el sentido de esta precisión. Pero además, para los que como yo prefieren tener las ponencias por escrito antes que en video, comparto una transcripción de la misma que estuve haciendo esta semana. Como para seguir con el tema del disfrute del ocio no remunerado.

Pueden leer la versión escrita desde este enlace.

martes, 13 de octubre de 2015

GANCHOS DE ROPA

Tenía pocos años y quería ayudar. Apenas caminaba, sus torpes intentos por pertenecer participando ya le habían llevado a hacer algunos estropicios, como romper el telescopio de mamá, por no hablar de sus juguetes. Pero no podíamos acusarle de nada, tampoco queríamos prohibirle explorar. ¿Y entonces? Quizá, de tanto pensar en soluciones, se nos ocurrió esta forma de tener sus manos concentradas.

Estoy siendo injusto. A mí por lo menos no se me ocurrió. Quizá a su madre, con quien compartía mucho más complicidad cuando era niño. Quizá a él mismo, dueño de esa prodigiosa inventiva que le llevó a imaginar las guirnaldas navideñas como serpentinas peludas en su primera navidad. De alguno de ellos es el mérito. Aquí mi papel es el de observador, o sin tanta modestia, el de cronista o fabulador, sobre la base de las evidencias que quedan hoy en día, de lo recuerdos y de las conversaciones.

Decía que había que pensar en soluciones. Estaban los juegos compartidos, por supuesto, y las actividades como convertir un cartón de huevos en elefante, con un poco de pintura e imaginación. Pero mientras tanto, había una casa que cuidar. La cocina, la limpieza, el planchado, el lavado… ¿En cuál podía ser incluido? En la cocina podía pelar algunas legumbres, como alverjitas o habas, pero eso no se hacía muy seguido. Con la limpieza no era posible gran cosa, salvo poner en orden sus juguetes (era alérgico, mejor que no estuviera muy expuesto al polvo). En el planchado, luego de doblar su ropa y hacer bolas con las medias podía llevarlas a su cuarto. ¿Y el lavado?

Bueno, estaban algunos aspectos relacionados. Aprender a colocar su ropa sucia en un tacho, por ejemplo. Para esto le habíamos conseguido uno verde, plegable, con boca de sapo. Otro era mirar de vez en cuando nuestra lavadora de entonces, que no tenía alarma para percatarnos de que había terminado un ciclo. No había problema con eso, para eso estaba él. “Mamaaaaaaá, la lavadolaaaaaaa”. Imagínenlo con algo menos de pronunciación, pero con mucho de intensión y responsabilidad por el enorme papel asignado.

Luego subían juntos, madre e hijo, cual caravana, a tender la ropa. Quizá fue entonces, no estuve ahí. O de repente cuando la recogían seca, cada cual en su papel: mamá haciéndose cargo de la ropa, él de los ganchos. Para eso tenía una bolsa. Pero cuando tienes inventiva, una bolsa de ganchos es algo más que eso. Es una oportunidad para crear. Total, ¿no tienen acaso colores, no se parecían a sus muchos otros juguetes para armar? (tíos, abuelos y amigos sabían de sus inquietudes y su talento, entonces no había mucho que pensar cuando querían hacerle un regalo).

Entonces fueron surgiendo diversas creaciones, como monstruos, aviones, personas… A veces de un solo color, a veces de muchos. A veces fácilmente reconocibles, otros lo suficientemente abstractos como para tener que preguntarle qué eran. Y no siempre se quedaban en la bolsa. Recuerdo, muchas veces, haberlos encontrado en los muebles, en su cuarto, en el piso, o en los lugares que hubiera creído más inaccesibles, como en la cochera (del sótano) o colgando de un adorno. “Ay hijo…”. Imagínenme con un suspiro y algo de ternura.

Recuerdo haber pasado esos primeros años dividido, entre querer que crezca rápido, para compartir mucho más cosas, y que deje de hacerlo, para tenerlo siempre así, con nosotros, pequeño constructor.

De ese tiempo solo quedan los recuerdos y algunas –muchas- fotos. Después nos tocaría compartir otras emociones, como el colegio o la pubertad. Desgraciadamente no todas felices. Pero todavía cuando veo a niños pequeños, hijos de algunos amigos, tengo algo de nostalgia. Aunque también tengo, a veces, algunos aviones u otros objetos hechos con ganchos de ropa, que aparecen cuando menos lo espero, por ejemplo sobre la lavadora. Seguramente son de cuando a él también le entra la nostalgia, cuando todavía recuerda que alguna vez fue un niño pequeño. O como nos pasa a todos, cuando vuelve a serlo por unos minutos.

lunes, 5 de octubre de 2015

DE ESPEJOS Y ESPEJISMOS
(a propósito de una paráfrasis de Gabriel García Márquez)

Desde la primera de las múltiples veces que leí Cien años de soledad, cuando era adolescente (eran mi libro y autor más leídos en esos tiempos), me llamaron la atención los pergaminos de Melquiades. Esos escritos misteriosos mencionados pero no mostrados en la novela que, de acuerdo al autor, iban cubriéndose de polvo en un rincón de la casa mientras nacían y envejecían los Buendía. Pergaminos que más de una vez fueron estudiados por los personajes, haciendo el esfuerzo de descifrarlos sin éxito, pues estaban escritos en un lenguaje desconocido para ellos (aparentemente sánscrito). Y cuando por fin logró hacerlo Aureliano Babilonia (el último del clan, ya incluso despojado del apellido), fue en medio del huracán devastador que iba a terminar por matarlo y devorar Macondo.

Nunca pude leer esos manuscritos. Me los imaginé una y otra vez. De hecho, más de una vez pretendí comenzar a escribirlos. De esas páginas, algunas décadas después, no queda mucho rescatable. Pero lo que sí rescato es que los escritos de Melquiades fueron uno de los catalizadores que me impulsaron a escribir (un tiempo después, volví a soñar con las cartas de Florentino Ariza a Fermina Daza cuando quedó viuda, mencionadas, descritas, pero nunca mostradas en el libro, casi al final de El amor en los tiempos del cólera).

En 1987 se publicó Eva Luna. Isabel Allende, fuertemente influenciada por el estilo de García Márquez en ese libro, captó mi atención de inmediato. Gocé con sus peripecias por las casas y calles de esa ciudad desconocida, tanto como las que vivieron Rolf Carlé y Huberto Naranjo, cada uno en distintos contextos. También me capturó el don de Eva, pues desde muy pequeña era una cuentacuentos consumada, que despertaba la admiración de todos los que la escuchaban. Imaginaba cómo serían esos cuentos.

Dos años después, se publicó el libro Cuentos de Eva Luna y dejé de imaginarlos.

Podría decir lo mismo sobre Los cuentos de Beedle el bardo respecto a Harry Potter, o los recientes coqueteos de J.K. Rowling respecto a los datos perdidos de su protagonista estrella, pero ni unos ni otros los he leído todavía.

Pero este post no es para hablar sobre literatura. Es para pensar un poco en el riesgo de perder la imaginación que surge en medio del misterio.

Pareciera que cada vez más, como civilización, estamos siendo presa del horror al vacío. Tratamos de tener todo enfrente. Antes, si no lo veíamos, lo imaginábamos. Lo hemos hecho desde el principio de los tiempos, de acuerdo a múltiples vestigios históricos con huellas de nuestras inquietudes: en las paredes, en las hojas, en los lienzos, en los relatos orales. Así nacieron los dioses en las religiones, los seres míticos, las utopías e incluso las ciencias. Por eso cada vez más tenemos más productos, tangibles e intangibles, producto de la inventiva. Lo que parece estar llevándonos a pensar que todo existe, todo está solucionado, todo está inventado, todo está descubierto.

Me pregunto hasta qué punto podemos perder la capacidad de imaginar, de crear con nuestra imaginación, si creemos que ya todo está hecho.

Alguna vez, conversando con un amigo semiólogo, llegamos a la conclusión de que la metonimia era el motor del desarrollo cultural y psicológico en Occidente, por su capacidad de hacernos crear a partir de débiles señales, de completar el dibujo cuando solo teníamos unos trazos enfrente o instrucciones ambiguas, como en algunos test o en los problemas no estructurados. Eso nos llevó a proponer la hipótesis de la necesidad del tabú, pues impulsaba la imaginación de cómo sería lo prohibido. Nacido de la necesidad de preservar poderes políticos y religiosos, había contribuido a inventar aquello que se prohibía, pero se quería tener. O conocer. En pocas palabras, había contribuido a creer para después crear.

Quiero creer que esta tendencia generacional es pasajera. Que la cultura de la imagen no va camino a derrotar a la cultura de la imaginación. Que no somos una ciudad de espejos que terminará siendo derrotada por una ciudad de espejismos. Que no va a ser eterna esa sensación de suficiencia tecnológica en las futuras generaciones, pues paradójicamente, la sensación de haber llegado a la cima podría empujarnos al abismo.

Espero no estar equivocándome.