miércoles, 18 de noviembre de 2015

RECORDANDO A UN AMIGO

Alguna vez leí sobre el método que Sir Alec Guinnes utilizaba para crear sus personajes: leía un guión e imaginaba cómo sería la persona que le tocaba interpretar. Luego de tener una imagen concreta en la mente, salía a las calles a buscar a alguien que se viera como aquel producto de su imaginación. Entonces le seguía sigilosamente, a la distancia, copiando sus gestos, su forma de caminar, todo lo que hacía. A veces, si se daba la oportunidad, hasta se sentaba frente a él en un restaurante, para observar cómo comía. De esta manera, decía este actor, comenzaba a pensar como ese tipo, se transformaba. El resto, agregaba, ya solo era maquillaje.

Trato de hacer lo mismo con algunos personajes cuando los encuentro en los libros: los sigo sigilosamente (leyendo entre líneas, recordando o averiguando el contexto en el que vivieron), y a partir de ello imagino cómo miran, cómo caminan, cómo hablan y mucho más. Eso me ayuda a entender mejor cómo piensan. Es un ejercicio (no sé si intelectual) que me ha deparado grandes satisfacciones. He hecho muchos amigos imaginarios así.

Este post es un homenaje para uno de esos amigos: Zezé.

Se trata del protagonista de varias novelas de José Mauro de Vasconcelos. La mayoría de los de mi generación –o por lo menos los de mi colegio- lo conocía como el niño de Mi planta de naranja lima. Aquel que, como decía el epígrafe al inicio de la novela, un día descubría el dolor y se hacía adulto precozmente. Pero además, yo también lo recuerdo como protagonista de Vamos a calentar el sol, Doidao, Rosinha mi canoa y Las confesiones de Fray Calabaza. En las dos primeras aparece como adolescente, en las dos últimas como adulto.

Podría decir que creció conmigo. O que yo crecí con él.

Alguna vez, en una reunión literaria donde discutíamos cómo armar un libro de poesía, concluíamos que si los primeros versos del primer poema de un libro no capturaban al lector entonces nada lo haría. Una variante de esa idea la escuché en una clase de narrativa audiovisual: la primera escena es capital para captar al espectador. Al respecto, creo sin dudar que estas primeras páginas de Mi planta de naranja lima me capturaron, al punto de llevarme a buscarlo en otros libros, pues pintan a Zezé de cuerpo entero.

A continuación me permito compartirlas:

Veníamos tomados de la mano, sin apuro ninguno, por la calle. Totoca venía enseñándome la vida. Y yo me sentía muy contento porque mi hermano mayor me llevaba de la mano, enseñándome cosas. Pero enseñándome las cosas fuera de casa. Porque en casa yo aprendía descubriendo cosas solo y haciendo cosas solo, claro que equivocándome, y acababa siempre llevando unas palmadas. Hasta hacía bastante poco tiempo nadie me pegaba. Pero después descubrieron todo y vivían diciendo que yo era un malvado, un diablo, un gato vagabundo de mal pelo. Yo no quería saber nada de eso. Si no estuviera en la calle comenzaría a cantar. Cantar sí que era lindo. Totoca sabía hacer algo más, aparte de cantar: silbar. Pero por más que lo imitase no me salía nada. Él me dio ánimo diciendo que no importaba, que todavía no tenía boca de soplador. Pero como yo no podía cantar por fuera, comencé a cantar por dentro. Era raro, pero luego era lindo. Y estaba recordando una música que cantaba mamá cuando yo era muy pequeñito. Ella se quedaba en la pileta, con un trapo sujeto a la cabeza para resguardarse del sol. Llevaba un delantal que le cubría la barriga y se quedaba horas y horas, metiendo la mano en el agua, haciendo que el jabón se convirtiera en espuma. Después torcía la ropa e iba hasta la cuerda. Colgaba todo en ella y suspendía la caña. Hacía lo mismo con todas las ropas. Se ocupaba de lavar la ropa de la casa del doctor Faulhaber para ayudar en los gastos de la casa. Mamá era alta, delgada, pero muy linda. Tenía un color bien quemado y los cabellos negros y lisos. Pero lo lindo era cuando le llegaban hasta la cintura. Pero lo lindo era cuando cantaba y yo me quedaba a su lado aprendiendo.

Marinero, Marinero,
Marinero de amargura,
Por tu causa, marinero,
Bajaré a la sepultura...
Las olas golpeaban
Y en la arena se deslizaban,
Allá se fue el marinero
Que yo tanto amaba...
El amor de marinero
Es amor de media hora,
El navío leva anclas
Y él se va en esa hora...
Las olas golpeaban...

Hasta ahora esa música me daba una tristeza que no sabía comprender.

Totoca me dio un empujón. Desperté.

- ¿Qué tienes, Zezé?

- Nada. Estaba cantando.

- ¿Cantando?

- Sí.

- Entonces debo estar quedándome sordo.

¿Acaso no sabría que se podía cantar por dentro? Me quedé callado. Si no sabía yo no iba a enseñarle.

Habíamos llegado al borde de la carretera Río San Pablo.

Allí pasaba de todo. Camiones, automóviles, carros y bicicletas.

- Mira, Zezé, esto es importante. Primero se mira bien. Mira para uno y otro lado. ¡Ahora!

Cruzamos corriendo la carretera.

- ¿Tuviste miedo?

Bastante que había tenido, pero dije que no, con la cabeza.

- Vamos a cruzar de nuevo, juntos. Después quiero ver si aprendiste.

Volvimos.

- Ahora ya sabes cruzar solo. Nada de miedo, que ya estas siendo un hombrecito.

Mi corazón se aceleró.

- Ahora. Vamos.

Puse el pie, casi no respiraba. Esperé un poco y él dio la señal de que volviera.

- Para ser la primera vez, estuviste muy bien. Perro te olvidaste de algo. Tienes que mirar para los dos lados para ver si no viene un coche. No siempre voy a estar aquí para darte la señal. A la vuelta vamos a practicar más. Ahora sigamos, que voy a mostrarte una cosa.

Me tomó de la mano y seguimos de nuevo, lentamente. Yo estaba impresionado con la conversación.

- Totoca.

- ¿Qué pasa?

- ¿La edad de la razón pesa?

- ¿Qué tontería ésa?

- Tío Edmundo lo dijo. Dijo que yo era “precoz” y que enseguida iba a entrar en la edad de la razón. Y no siento ninguna diferencia.

- Tío Edmundo es un tonto. Vive metiéndote cosas en la cabeza.

- Él no es tonto. Es sabio. Y cuando yo crezca quiero ser sabio y poeta y usar corbata de moño. Un día voy a fotografiarme con corbata de moño.

- ¿Por qué con corbata de moño?

- Porque nadie es poeta sin corbata de moño. Cuando tío Edmundo me muestra retratos de poetas en una revista, todos tienen corbata de moño.

- Zezé, deja de creerle todo lo que te dice. Tío Edmundo es medio “tocado” Medio mentiroso.

- ¿Entonces él es un hijo de puta?

- ¡Mira que ya te ganaste bastantes palizas por decir malas palabras! Tío Edmundo es eso. Yo dije “tocado” medio loco.

- Pero dijiste que él era mentiroso.

- Una cosa no tiene nada que ver con la otra.

- Sí que tiene. El otro día papá conversaba con don Severino, ese que juega a las cartas con él y dijo eso de don Labonne: “El hijo de puta del viejo miente como el diablo”... Y nadie le pegó.

Ahora, a la distancia, luego de haber leído varias veces este libro y otros, donde Zezé compartió sus vivencias conmigo, puedo reconocer algunas cosas que quisiera destacar:

  • El candor desde que el que se presenta como un niño travieso, al borde de ser malo, que no le abandonó ni siquiera de grande. En Las confesiones de Fray Calabaza, tomando como referencia la filosofía de San Agustín y de Santo Tomás de Aquino, se define como amoral, diferenciando dicho concepto del de inmoral.
  • La inteligencia producto de la excesiva sensibilidad, entendida ésta como la capacidad de observar e interpretar el detalle del mundo que le rodeaba. Volvería a encontrar ese nivel de sensibilidad infantil en Jean Luise Finch, alias Scout, protagonista de Matar a un ruiseñor de Harper Lee, y en el Cesare Pavese de Fiestas de agosto.
  • Como consecuencia de lo anterior, el rico mundo interior que le costaba trabajo compartir incluso con una persona tan íntima como su hermano mayor. Aunque después lo intentaría con mejores resultados con Silvia y Paula, las mujeres de su vida.
  • La condición de niño adulto, una especie de navegante a dos aguas, pasando de la erudición a la inocencia todo el tiempo. Al respecto lean el final de Vamos a calentar el sol, ese sí no se las voy a contar, tienen que vivirlo ustedes mismos.
  • La gran imaginación y fantasía, que le permitió tener amigos como Minguito, su planta de naranja lima; Adán, el sapo que vive en su corazón; o Rosinha, la canoa con la que hablaba en solitarias travesías por la selva amazónica
  • Finalmente la ternura, que termina endureciendo y escondiendo para no ser herido, pero que no logra hacer que se vaya de su vida, ni siquiera cuando se convierte en un anciano en silla de ruedas y aparece un niño que se la recuerda. Un niño al que termina apodando Ángel Moleque.

Rememorar ahora cada una de las experiencias que vivimos juntos me complica, porque me vuelve a convertir en niño. Pero además, hace que recuerde una historia que me contaron hace muchos años, de otro niño pequeño en el primer día de colegio, que se escapó para asomarse al salón de su hermano mayor. Sigilosamente, con mucho cuidado, se apoyó en la puerta sin saber que estaba entreabierta. Se cayó estrepitosamente. Entonces, frente a las caras de desconcierto del profesor y de los alumnos mayores, levantando la cabeza desde el piso, preguntó: "¿me rio o lloro?"


Creo que eso es lo que pretendía José Mauro de Vasconcelos cuando nos presentó a Zezé: pasearnos por esos momentos en los que no sabemos si reír y llorar. Como muchos momentos de nuestra infancia. Como muchos de nuestra vida.


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