lunes, 5 de octubre de 2015

DE ESPEJOS Y ESPEJISMOS
(a propósito de una paráfrasis de Gabriel García Márquez)

Desde la primera de las múltiples veces que leí Cien años de soledad, cuando era adolescente (eran mi libro y autor más leídos en esos tiempos), me llamaron la atención los pergaminos de Melquiades. Esos escritos misteriosos mencionados pero no mostrados en la novela que, de acuerdo al autor, iban cubriéndose de polvo en un rincón de la casa mientras nacían y envejecían los Buendía. Pergaminos que más de una vez fueron estudiados por los personajes, haciendo el esfuerzo de descifrarlos sin éxito, pues estaban escritos en un lenguaje desconocido para ellos (aparentemente sánscrito). Y cuando por fin logró hacerlo Aureliano Babilonia (el último del clan, ya incluso despojado del apellido), fue en medio del huracán devastador que iba a terminar por matarlo y devorar Macondo.

Nunca pude leer esos manuscritos. Me los imaginé una y otra vez. De hecho, más de una vez pretendí comenzar a escribirlos. De esas páginas, algunas décadas después, no queda mucho rescatable. Pero lo que sí rescato es que los escritos de Melquiades fueron uno de los catalizadores que me impulsaron a escribir (un tiempo después, volví a soñar con las cartas de Florentino Ariza a Fermina Daza cuando quedó viuda, mencionadas, descritas, pero nunca mostradas en el libro, casi al final de El amor en los tiempos del cólera).

En 1987 se publicó Eva Luna. Isabel Allende, fuertemente influenciada por el estilo de García Márquez en ese libro, captó mi atención de inmediato. Gocé con sus peripecias por las casas y calles de esa ciudad desconocida, tanto como las que vivieron Rolf Carlé y Huberto Naranjo, cada uno en distintos contextos. También me capturó el don de Eva, pues desde muy pequeña era una cuentacuentos consumada, que despertaba la admiración de todos los que la escuchaban. Imaginaba cómo serían esos cuentos.

Dos años después, se publicó el libro Cuentos de Eva Luna y dejé de imaginarlos.

Podría decir lo mismo sobre Los cuentos de Beedle el bardo respecto a Harry Potter, o los recientes coqueteos de J.K. Rowling respecto a los datos perdidos de su protagonista estrella, pero ni unos ni otros los he leído todavía.

Pero este post no es para hablar sobre literatura. Es para pensar un poco en el riesgo de perder la imaginación que surge en medio del misterio.

Pareciera que cada vez más, como civilización, estamos siendo presa del horror al vacío. Tratamos de tener todo enfrente. Antes, si no lo veíamos, lo imaginábamos. Lo hemos hecho desde el principio de los tiempos, de acuerdo a múltiples vestigios históricos con huellas de nuestras inquietudes: en las paredes, en las hojas, en los lienzos, en los relatos orales. Así nacieron los dioses en las religiones, los seres míticos, las utopías e incluso las ciencias. Por eso cada vez más tenemos más productos, tangibles e intangibles, producto de la inventiva. Lo que parece estar llevándonos a pensar que todo existe, todo está solucionado, todo está inventado, todo está descubierto.

Me pregunto hasta qué punto podemos perder la capacidad de imaginar, de crear con nuestra imaginación, si creemos que ya todo está hecho.

Alguna vez, conversando con un amigo semiólogo, llegamos a la conclusión de que la metonimia era el motor del desarrollo cultural y psicológico en Occidente, por su capacidad de hacernos crear a partir de débiles señales, de completar el dibujo cuando solo teníamos unos trazos enfrente o instrucciones ambiguas, como en algunos test o en los problemas no estructurados. Eso nos llevó a proponer la hipótesis de la necesidad del tabú, pues impulsaba la imaginación de cómo sería lo prohibido. Nacido de la necesidad de preservar poderes políticos y religiosos, había contribuido a inventar aquello que se prohibía, pero se quería tener. O conocer. En pocas palabras, había contribuido a creer para después crear.

Quiero creer que esta tendencia generacional es pasajera. Que la cultura de la imagen no va camino a derrotar a la cultura de la imaginación. Que no somos una ciudad de espejos que terminará siendo derrotada por una ciudad de espejismos. Que no va a ser eterna esa sensación de suficiencia tecnológica en las futuras generaciones, pues paradójicamente, la sensación de haber llegado a la cima podría empujarnos al abismo.

Espero no estar equivocándome.

4 comentarios:

  1. Felicitaciones por el alumbramiento. Alumbramiento en el sentido de que has visto nacer aquel sueño del que estuviste embarazado tanto tiempo y que se concreta en este primer post. Estoy seguro que al igual que un crío lo veremos crecer y madurar con el tiempo. Sigue adelante y no dejes de creer en tus sueños.
    Por otro lado considero que en medio de esta generación, cautivada por la omnipresencia de la tecnología, aún quedamos un remanente de visionarios y creativos que tenemos la responsabilidad de seguir imaginando para mantener viva la capacidad de soñar. Y aportes como el tuyo nos devuelven la esperanza.

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  2. Gracias por tus palabras. Efectivamente, aún hay esperanzas. Si no, no tendríamos ánimos para emprender sueños como éste.

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  3. Aun no he leído Cien años de soledad, se indignarán algunos, pero si he vuelto muchas veces a leer Amor en los tiempos del cólera. Comparando mi hábito de lectura actual a la de hace unos 5 años y puedo retroceder hasta mi infancia, creo que se ha vuelto hasta mezquina. Las nuevas tendencias nos cambian pero creo que uno es consciente de lo que hemos dejado, ese asombroso mundo que imaginamos al leer un libro con olor a nuevo o que fue de nuestros padres nunca podrá compararse con uno en formato epub leído desde un dispositivo. Físico o digital, los libros mantienen viva nuestra imaginación y mientras la tecnología avance, confío en que ellos mantendrán presente esas ganas de ver lo invisible.

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    1. Bueno, el mismo García Márquez decía que, si bien Cien años de soledad le dio fama, para él, el mejor libro que había escrito era El amor en los tiempos del cólera. Podemos estar o no de acuerdo con él, pero no cabe duda de que ambos son grandes libros.

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