martes, 13 de octubre de 2015

GANCHOS DE ROPA

Tenía pocos años y quería ayudar. Apenas caminaba, sus torpes intentos por pertenecer participando ya le habían llevado a hacer algunos estropicios, como romper el telescopio de mamá, por no hablar de sus juguetes. Pero no podíamos acusarle de nada, tampoco queríamos prohibirle explorar. ¿Y entonces? Quizá, de tanto pensar en soluciones, se nos ocurrió esta forma de tener sus manos concentradas.

Estoy siendo injusto. A mí por lo menos no se me ocurrió. Quizá a su madre, con quien compartía mucho más complicidad cuando era niño. Quizá a él mismo, dueño de esa prodigiosa inventiva que le llevó a imaginar las guirnaldas navideñas como serpentinas peludas en su primera navidad. De alguno de ellos es el mérito. Aquí mi papel es el de observador, o sin tanta modestia, el de cronista o fabulador, sobre la base de las evidencias que quedan hoy en día, de lo recuerdos y de las conversaciones.

Decía que había que pensar en soluciones. Estaban los juegos compartidos, por supuesto, y las actividades como convertir un cartón de huevos en elefante, con un poco de pintura e imaginación. Pero mientras tanto, había una casa que cuidar. La cocina, la limpieza, el planchado, el lavado… ¿En cuál podía ser incluido? En la cocina podía pelar algunas legumbres, como alverjitas o habas, pero eso no se hacía muy seguido. Con la limpieza no era posible gran cosa, salvo poner en orden sus juguetes (era alérgico, mejor que no estuviera muy expuesto al polvo). En el planchado, luego de doblar su ropa y hacer bolas con las medias podía llevarlas a su cuarto. ¿Y el lavado?

Bueno, estaban algunos aspectos relacionados. Aprender a colocar su ropa sucia en un tacho, por ejemplo. Para esto le habíamos conseguido uno verde, plegable, con boca de sapo. Otro era mirar de vez en cuando nuestra lavadora de entonces, que no tenía alarma para percatarnos de que había terminado un ciclo. No había problema con eso, para eso estaba él. “Mamaaaaaaá, la lavadolaaaaaaa”. Imagínenlo con algo menos de pronunciación, pero con mucho de intensión y responsabilidad por el enorme papel asignado.

Luego subían juntos, madre e hijo, cual caravana, a tender la ropa. Quizá fue entonces, no estuve ahí. O de repente cuando la recogían seca, cada cual en su papel: mamá haciéndose cargo de la ropa, él de los ganchos. Para eso tenía una bolsa. Pero cuando tienes inventiva, una bolsa de ganchos es algo más que eso. Es una oportunidad para crear. Total, ¿no tienen acaso colores, no se parecían a sus muchos otros juguetes para armar? (tíos, abuelos y amigos sabían de sus inquietudes y su talento, entonces no había mucho que pensar cuando querían hacerle un regalo).

Entonces fueron surgiendo diversas creaciones, como monstruos, aviones, personas… A veces de un solo color, a veces de muchos. A veces fácilmente reconocibles, otros lo suficientemente abstractos como para tener que preguntarle qué eran. Y no siempre se quedaban en la bolsa. Recuerdo, muchas veces, haberlos encontrado en los muebles, en su cuarto, en el piso, o en los lugares que hubiera creído más inaccesibles, como en la cochera (del sótano) o colgando de un adorno. “Ay hijo…”. Imagínenme con un suspiro y algo de ternura.

Recuerdo haber pasado esos primeros años dividido, entre querer que crezca rápido, para compartir mucho más cosas, y que deje de hacerlo, para tenerlo siempre así, con nosotros, pequeño constructor.

De ese tiempo solo quedan los recuerdos y algunas –muchas- fotos. Después nos tocaría compartir otras emociones, como el colegio o la pubertad. Desgraciadamente no todas felices. Pero todavía cuando veo a niños pequeños, hijos de algunos amigos, tengo algo de nostalgia. Aunque también tengo, a veces, algunos aviones u otros objetos hechos con ganchos de ropa, que aparecen cuando menos lo espero, por ejemplo sobre la lavadora. Seguramente son de cuando a él también le entra la nostalgia, cuando todavía recuerda que alguna vez fue un niño pequeño. O como nos pasa a todos, cuando vuelve a serlo por unos minutos.

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