Quiero comenzar este post recordando una anécdota de hace algunos años. Concretamente, de la época en que estaba recién casado. Recuerdo de entonces un viaje que tuve que hacer, por trabajo, a una de esos pequeños pueblos de la selva alta de nuestro país, en los que no había luz eléctrica.Ahí estaba yo, a la luz de una vela, contemplando las paredes de triplay y algunos insectos casuales. Recién casado pero solo.
Entonces no pude evitarlo. Recurrí a una práctica que había olvidado en algún momento de mi solitaria pubertad.
Estoy hablando, por si acaso, de escribir un poema en un cuaderno.
Ya entonces la tecnología le había ganado a la escritura a mano en mis prácticas literarias. Primero fue la máquina de escribir, luego la Atari, después los diferentes modelos de computadora que tuve… y en los últimos tiempos, algún casual dispositivo móvil.
Quizá por eso, por haber sido una práctica relegada durante mucho tiempo, la conservo en mi memoria como placentera.
Recuerdo haber leído alguna vez que Frank O’hara, estudiante de música que terminó escribiendo poesía, decía que el ritmo en sus poemas dependía de tocar la máquina de escribir como si estuviera tocando un piano. Alegaba que el uso de un dispositivo tecnológicamente moderno para hacer literatura (moderno en 1950, cuando comenzó a publicar), hacía que sus composiciones adquirieran un ritmo y cadencia peculiares, distintos a los que conseguiría de escribir a mano. Por supuesto, podemos decir lo mismo de la escritura a mano, pues su cadencia es distinta y peculiar, sobre todo ahora cuando es una práctica poco común.
Recuerdo también que la primera hoja a mano escrita a mano que me impresionó, fue la copia facsimilar de un escrito de Fiodor Dostoievski, que vi en una enciclopedia cuando era niño. Me sobrecogió la intensidad con que este escritor vivía la literatura, no solo por su abigarrada caligrafía, sino también por las anotaciones al margen y los dibujos, que según quienes los han estudiado le servían para pensar mejor las cosas. A mí se me ocurre que eran una forma de graficar aquellas imágenes que vivían en su mente, como una forma de hacerlas tangibles y poder describirlas mejor, viéndolas sobre el papel. Creo que necesitaba verlas representadas, de forma tangible y visual, por su natural tendencia a explorar el espacio interior de sus personajes. Pues crear esas imágenes debió haber sido una manera de compensar los niveles de abstracción a los que parecía empujarle su mente, llevándole hacía la psicología antes que al gesto. Por otro lado, lo imagino como un recurso que debió haber hallado, quizá sin proponérselo, para mantener la tensión en cada una de sus líneas, entre lo percibido y lo captado. Hay que tomar en cuenta que él comenzó a escribir hacia la segunda mitad del siglo XIX, cuando la cultura de la imagen estaba muy lejos de invadir el espacio cotidiano, por lo que no debe haber tenido muchos referentes visuales a la mano. No tantos como los que tenemos hoy en día.
No sé si fue por esa hoja que todavía recuerdo, y que felizmente encontré como imagen de este post, pero otra práctica que rescato de mi infancia, además de la escritura a mano, son los dibujos que hacía en los márgenes. Algunos muy concretos, como un ave fénix o palmeras datileras, pero otros abstractos, hechos de líneas rectas y cimbreantes. Algunas persiguiendo geometrías, otras lo suficientemente libres como para perder todo sentido de la forma o de la proporción. Práctica que alguna vez compartí con una amiga de la universidad, quien también era obsesiva con ese tipo de grafías. Las hacíamos no solo en nuestros cuadernos, sino también en muchos libros que leíamos.
Recientemente descubrí que dicha práctica es más común de lo que creía. Esto gracias a que la New York Society Library consideró dichas anotaciones y dibujos al margen eran dignos de ser exhibidos en una muestra llamada Readers Make Their Mark. Me pareció interesante que les prestaran atención de esta manera, pues son evidencias de cómo un lector entiende lo que lee, pero también de cómo se apropia de eso que, en cierto momento, le están proporcionando ciertas lecturas.
Pero la escritura a mano va más allá de ser una anotación al margen, una huella histórica para exhibir en una muestra. De hecho, existen estudios recientes que están relacionando dicha práctica con la activación cerebral en los niños. A continuación, les dejo un par de interesantes artículos que encontré al respecto:
Por mi parte, la escritura a mano sigue siendo un viejo vicio al que recurro cada vez que tengo la oportunidad. De hecho, la primera idea de este post me vino en un bus, y las primeras líneas las escribí a mano en ese instante, en un cuaderno. Con algunos dibujos al margen.
Alguna vez leí sobre
el método que Sir Alec Guinnes utilizaba para crear sus personajes: leía un
guión e imaginaba cómo sería la persona que le tocaba interpretar. Luego de
tener una imagen concreta en la mente, salía a las calles a buscar a alguien que se viera como aquel producto de su imaginación. Entonces le seguía
sigilosamente, a la distancia, copiando sus gestos, su forma de caminar, todo
lo que hacía. A veces, si se daba la oportunidad, hasta se sentaba frente a él
en un restaurante, para observar cómo comía. De esta manera, decía este actor,
comenzaba a pensar como ese tipo, se transformaba. El resto, agregaba, ya solo
era maquillaje.
Quiero comenzar este post con una historia de otros tiempos. Un amigo mío coleccionaba música grabada de las radios, en una época en que no existía internet. Para ello debía esperar, pacientemente, a que en la radio se escuchara la canción que quería. Pero además, como generalmente en medio de la música el locutor solía decir unas palabras, debía grabar cada canción varias veces, hasta tener suficientes versiones que le permitieran editarla, cortando y pegando los fragmentos libres de la voz del locutor. ¿Podríamos hacer un cálculo de cuánto tiempo y esfuerzo le tomaba tener una versión limpia de cada canción?
Tenía pocos años y quería ayudar. Apenas caminaba, sus torpes intentos por pertenecer participando ya le habían llevado a hacer algunos estropicios, como romper el telescopio de mamá, por no hablar de sus juguetes. Pero no podíamos acusarle de nada, tampoco queríamos prohibirle explorar. ¿Y entonces? Quizá, de tanto pensar en soluciones, se nos ocurrió esta forma de tener sus manos concentradas.
Desde la primera de las múltiples veces que leí Cien años de soledad, cuando era adolescente (eran mi libro y autor más leídos en esos tiempos), me llamaron la atención los pergaminos de Melquiades. Esos escritos misteriosos mencionados pero no mostrados en la novela que, de acuerdo al autor, iban cubriéndose de polvo en un rincón de la casa mientras nacían y envejecían los Buendía. Pergaminos que más de una vez fueron estudiados por los personajes, haciendo el esfuerzo de descifrarlos sin éxito, pues estaban escritos en un lenguaje desconocido para ellos (aparentemente sánscrito). Y cuando por fin logró hacerlo Aureliano Babilonia (el último del clan, ya incluso despojado del apellido), fue en medio del huracán devastador que iba a terminar por matarlo y devorar Macondo.